El Mar Menor es una rareza. Una laguna costera hipersalina, de aguas transparentes porque tenía muy pocos nutrientes. No existe nada igual en el Mediterráneo occidental. Su destrucción es la mayor catástrofe ecológica que está sufriendo este país. Y es la crónica de una muerte anunciada desde los años 90 del pasado siglo, pero que entró en su fase crítica a partir de la primavera de 2016.
"Estamos en la rambla de Mendoza, junto al pueblo del Llano del Beal. Lo que se ve a mi espalda parece una montaña abarrancada, pero son residuos de la minería que debían haber sido limpiados hace treinta años por la empresa propietaria del terreno. En contacto con el agua, estos residuos generan unos lixiviados muy ácidos y con una elevada concentración de metales pesados. Las lluvias los arrastran hasta la desembocadura de la rambla, en el humedal protegido de Lo Poyo, y acaban en el sur del Mar Menor a razón de 3700 toneladas al año. Hemos comprobado que las medusas, que forman parte de la cadena trófica, presentan concentraciones de cadmio, plomo, azufre y arsénico".
La laguna atrae a medió millón de residentes en verano que tiran de la cadena. El mantenimiento de alcantarillados y depuradoras deja mucho que desear. Y colapsan con las lluvias torrenciales. Y en esta comarca, una de las más áridas de España, solo llueve torrencialmente. El 15 por ciento de los vertidos al Mar Menor son residuos urbanos.
Pero el 85 por ciento restante proviene de la agricultura. La llegada del trasvase Tajo-Segura, en los 80, le cambió la cara al campo de Cartagena, un secano de algarrobos y almendros, asociado a molinos de viento para extraer agua de pozos, ha ido transformándose en una sofisticada máquina de regadío capaz de sacar adelante cinco cosechas al año. La misma empresa que planta las semillas y recolecta las lechugas, las envasa sobre el terreno, las comercializa y las pone en un supermercado de Liverpool o Hamburgo al día siguiente. Hay 60.000 hectáreas cultivadas. Unas tienen concesión de agua, otras no.